Por
Gianni Proiettis
La desdicha de México se ha venido agravando en
los últimos años. La presidencia de Felipe Calderón (2006-2012), con su
terca y fallida guerra al narcotráfico, ha ensangrentado el país con
decenas de miles de muertos, entregando gran parte del territorio y de
los tres niveles de gobierno – federal, estatal y municipal - al control
de los cárteles de la droga.
El primer año de gobierno de Enrique Peña Nieto, que
con una elección comprada ha restaurado la presidencia imperial del PRI
(el Partido Revolucionario Institucional que dominó el Estado entre 1929
y 2000), en vez de combatir la violencia y asegurar la gobernabilidad,
como había prometido, ha sido empleado para privatizar el petróleo, un
tabú en la conciencia de los mexicanos desde la nacionalización
decretada en 1938 por el presidente Lázaro Cárdenas con el apoyo
popular. Peña Nieto, atando los otros dos grandes partidos (el PAN,
Partido de Acción Nacional, de la derecha clerical, y el PRD, Partido de
la Revolución Democrática, ex centro-izquierda) con un pacto político,
ha logrado imponer unas reformas fiscal y educativa de cuño
ultraneoliberal, domesticando la oposición.
El opinionista Luis Hernández Navarro escribe: “En
las élites mexicanas soplan aires similares a los que corrían hace
veinte años. Al igual que hoy le sucede a Enrique Peña Nieto, Carlos
Salinas de Gortari se sentía entonces invencible. Su proyecto para
reformar México de manera autoritaria y vertical avanzaba sin mayores
obstáculos, y se publicitaba como la superación de mitos y atavismos
históricos. Había puesto ya los cimientos de un poder transexenal. Sus
índices de aprobación en la opinión pública se encontraban por las
nubes”.
Cuando, hace veinte años, en la madrugada del Año
Nuevo de 1994, seis cabeceras municipales de Chiapas, entre las cuales
la colonial y turística ciudad de San Cristóbal de Las Casas, se
despertaron tomadas por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, el
mundo entero se asombró por la noticia.
Pero ese acontecimiento, que parecía salido de la
pluma de un maestro del realismo mágico, oscurecía un hecho no menos
sorprendente: un ejército quijotesco de indios armados con machetes,
viejos 30-30 de la Revolución y rifles de palo –que, en las palabras del
escritor Carlos Fuentes, “hicieron blanco en el corazón de la nación”-
había logrado organizarse y crecer en el más absoluto secreto, por nada
menos que una década, en las profundidades de la Selva Lacandona. El
acta de nacimiento del EZLN lleva la fecha del 17 de noviembre de 1983.
Mientras que la clandestinidad de sus militantes es
una condición habitual entre las formaciones guerrillleras, no es usual
encontrar guerrillas absolutamente secretas y desconocidas hasta de
nombre. Aquella era la primera de una serie de sorpresas.
Era desde 1840, cuando en un precioso libro de viajes a la moda decimonónica, Incidents of Travel in Central America, Chiapas and Yucatan,
John L.Stephens y Frederick Catherwood describieron e ilustraron la
región maya del sureste de México, que el nombre de Chiapas no sonaba en
los oídos de Occidente. En la aurora de 1994, los zapatistas –no
utilizo el término “neozapatistas” porque implica una fractura que nunca
se dió: Emiliano Zapata nunca ha dejado de cabalgar en la conciencia de
los mexicanos- enseñaron al mundo muchas cosas que habían quedado
invisibles, atrapadas en los pliegues de la historia.
Por ejemplo, que la Revolución de 1910 nunca había
pasado por Chiapas, debido a que una oligarquía gatopardesca de
terratenientes siempre había optado por el bando de los vencedores. Que
más de un millón de indios maya seguía sobreviviendo, a fines del siglo
XX, en condiciones de extrema miseria, marginación y explotación,
parecidas a las descritas en las novelas de Rosario Castellanos y B.
Traven. Que la firma del Tratado de Libre Comercio con Canadá y Estados
Unidos, con el cual Salinas de Gortari pretendía llevar a México al
primer mundo, había empujado a centenares de comunidades indígenas hacia
el sendero de una guerra “desesperada pero necesaria” –como la ha
definido el subcomandante Marcos- precipitando así una crisis de magnitud histórica.
Pocos han logrado describir esa fractura, comparable por profundidad sólo al trauma de la Conquista, como Ana Esther Ceceña:
“El 1º de enero de 1994 es el día en que el tercer
milenio irrumpe en México. Esperanzas y desesperanzas se anuncian en la
confrontación entre dos horizontes civilizatorios distintos: el de la
construcción de la humanidad y el del neoliberalismo. El sujeto
revolucionario, el portador de la resistencia cotidiana y callada que se
visibiliza en 1994, es muy distinto al de las expectativas trazadas por
las teorías políticas dominantes. Su lugar no es la fábrica sino las
profundidades sociales. Su nombre no es proletariado sino ser humano, su
carácter no es el de explotado sino de excluido. Su lenguaje es
metafórico, su condición indígena, su convicción democrática, su ser,
colectivo.”
En la frecuencia política e ideológica, pero también a
nivel personal, el zapatismo ha mareado a muchas cabezas. En particular
entre los “huérfanos” de 1989. Desde el primer momento se reveló una
nueva, grandiosa utopía, digna de existir cuando menos como levadura de
la conciencia humana. El último, gran humanismo incluyente que se arma
para escapar a la vorágine de la aniquilación, hacia donde lo empuja la
locomotora neoliberal. Una legión de liliputienses que reclaman su
derecho a existir. El primer ejército de liberación que no lucha para la
toma del poder, sino que “se contenta” de instaurar la democracia. Que
no se proclama vanguardia sino compañero de camino de la sociedad civil.
El único ejército que aspira a deponer las armas y los pasamontañas
esperando que nunca más sean necesarios.
El cortocircuito amoroso entre los zapatistas de
Chiapas y los demócratas de todo el mundo ha sido fulgurante y
universal. No encuentro mejor ejemplo para explicar el neologismo
“glocal” que el de los zapatistas: un fenómeno totalmente local,
generado por las condiciones específicas de un territorio y de una
situación, que atrae la atención de la aldea global –y contribuye al
frente antagonista- por tanto tiempo. Y que aprovecha de las nuevas
tecnologías.
En Internet rebotan las consignas de una nueva utopía
que, a diferencia de la de Thomas More, encuentra rápidamente lugar en
la conciencia colectiva: “mandar obedeciendo”, “un mundo donde quepan
muchos mundos”, “caminar preguntando”. El zapatismo enciende las
fantasías de los jóvenes revolucionarios, que ven un nuevo Che en el sub
Marcos, y asombra a los viejos revolucionarios, que husmean como bestia
rara a “un movimiento armado que no tiene como referente al Estado sino
a la sociedad.”
Lejos de representar una suerte de refrito de
teología de la liberación condimentado con los residuos ideológicos de
las derrotadas guerrillas latinoamericanas –según la primera, despiadada
definición de Octavio Paz, que luego rectificó su postura- el zapatismo
ha demostrado una capacidad de adaptación al cambio de las
circunstancias que muchas organizaciones políticas quisieran tener. Es
un recurso precioso, afín al mejor situacionismo de 1968 –aquel de “la
imaginación al poder”- inscrito en su código desde el nacimiento, cuando
un pequeño grupo de guerrilleros descontinuados –ya bastante démodés
por los años Ochenta- decide de aculturarse a las fuentes del saber
autóctono, aprende el funcionamiento de la democracia comunitaria,
fundada en la búsqueda del consenso más que en la imposición de la
mayoría, y adquiere una nueva visón, donde el hombre ya no es un medio
sino un fin y la tierra no una propiedad sino una madre.
Es así que nacen los principios zapatistas de “mandar
obedeciendo” y de “todo para todos, nada para nosotros”. Mientras que
los once derechos reivindicados por su lucha –trabajo, tierra, techo,
alimentación, salud, educación, autonomía, libertad, democracia,
justicia y paz- nunca son amainados, las estrategias para conquistarlos
padecen varias rectificaciones. El EZLN dio prueba de un gran instinto
de supervivencia –la alternativa hubiera sido una autoinmolación
testimonial- y detuvo el fuego ofensivo en contra del ejército federal
luego de doce días de combates, acatando un explícito mandato de la
sociedad civil, que inundó las calles de la Ciudad de México y muchas
ciudades, el 12 de enero de 1994, para detener el conflicto.
En estos veinte años, los zapatistas han hecho dos
consultas, movilizando más votantes que las consultas gubernamentales.
En ambos casos, la sociedad civil que simpatiza con los zapatistas, ha
impulsado la idea de su entrada en la arena política, cosa que han hecho
sólo parcialmente, quedando como ejército.
La falta de apego al mandato popular no se debe tanto
a la mala voluntad del EZLN cuanto a varios factores convergentes.
Aunque, luego de la primera consulta en agosto de 1995, los zapatistas
se hayan declarado a favor de la “construcción de una fuerza política no
partidaria, independiente y pacífica”, el gobierno –y en eso los
últimos cinco presidentes han coincidido- nunca les permitió dejar las
armas con una doble política de diálogo y acuerdos por un lado, y de
constante militarización de Chiapas –con todas las plagas que ésta
conlleva- por el otro.
En la primavera de 1995, al mismo tiempo que el
Congreso votaba una ley de concordia y pacificación que reconocía
impunidad y derecho de existencia a los zapatistas, el presidente
Zedillo los hacía sentar a la mesa del diálogo de San Andrés, que
concluyó en 1996 con la firma de los acuerdos nunca cumplidos por el
gobierno.
En todo el periodo del diálogo de San Andrés, que
representó un momento de encuentro y colaboración entre indios rebeldes e
intelectualidad progresista, estableciendo una soldadura inédita en la
historia de México, el gobierno ocupó militarmente Chiapas,
descomponiendo su tejido social, formó y protegió grupos paramilitares
lanzándolos a matanzas tristemente célebres como la de Acteal, sembrando
el terror y provocando decenas de millares de desplazados, refugiados
internos dejados a la caridad internacional.
Si han tenido que resistir a los embates de una
economía de guerra –basta tan sólo pensar en la perturbación del ciclo
agrícola provocada por la militarización de la Selva Lacandona y en
otras secuelas devastantes como la prostitución, las enfermedades, el
alcoholismo, la contaminación, la generación de empleos humillantes y
malpagados, la división de las comunidades, etc.- los zapatistas, por
otro lado, han podido contar en estas dos décadas con la solidaridad
concreta de la sociedad civil nacional e internacional y con un
continuo, valiosísimo intercambio de experiencias.
A partir de 1995, cuando el Centro de Derechos
Humanos Fray Bartolomé de las Casas, fundado por el obispo Samuel Ruiz
Garcia, y luego la ong Enlace Civil empezaron a organizar campamentos de
observadores internacionales en la zona de conflicto, decenas de
millares de jóvenes de todo el mundo se han turnado en las comunidades
zapatistas de la Selva Lacandona. Algunos llevaban el fruto de colectas
de barrio, otros el mero trabajo manual, todos compartían un periodo,
breve pero intenso, de inmersión en la vida de las comunidades. Un doble
aprendizaje, un enriquecimiento mutuo, que sirvió tanto a los
zapatistas como una ventana hacia mundo, cuanto a los internacionales,
como una experiencia útil y positiva. Y ha ayudado a contener la guerra
sucia del ejército federal al precio, muy aceptable, de algunas decenas
de deportaciones.
De acuerdo con estimaciones locales, la presencia más
significativa de extranjeros en todos estos años ha sido la de los
italianos, seguidos –en orden aproximativo de importancia- por
españoles, vascos, estadounidenses, franceses, noruegos, alemanes,
suizos, canadienses, japoneses, argentinos, brasileños, portugueses y un
largo etcétera. Muchos de ellos han participado en proyectos de
cooperación que van desde el campo educativo a la salud, a la
comercialización de café y artesanías, a la alimentación y agroecología,
hasta la instalación de radioemisoras en FM.
El hecho de que los zapatistas aún no hayan podido
dejar las armas, enrocados en la autodefensa y la protección de las
comunidades, no impidió los intentos, hasta ahora fracasados, de
construcción de un “brazo civil”. Del Frente Zapatista, creado en enero
de 1996, lo mejor que se pueda decir es que no respondió a las
expectativas. Si la esperanza del EZLN era la de dotarse de un futuro
brazo político, el producto real no pasó de una cola.
Mucho más exitosa se ha revelado la práctica de la
autonomía, el proceso de autogobierno y gestión del territorio de las
comunidades zapatistas. Luego de la ominosa traición institucional en
2011, cuando los tres poderes de la Unión han puesto un muro al
reconocimiento histórico de los pueblos originarios, burlando con una
ley-estafa el entusiasmo popular que había acompañado la grande marcha a
la capital –la “marcha color de la tierra” de marzo del 2001, la más
importante manifestación antirracista en la historia de México, según
Carlos Monsivais- los zapatistas han optado por la práctica de la
autonomía sin pedir permiso a nadie y lo han formalizado en agosto de
2003 con el nacimiento de los Caracoles, verdaderos organismos de
autogobierno regional.
Símbolo del andar lento mas seguro de los
gasterópodos, representación de la espiral de la vida y del proceso de
salida/entrada de la información, los Caracoles son las sedes de las
cinco Juntas de Buen Gobierno, que están coordinando la administración
de los municipios autónomos zapatistas. Es a las Juntas que deben
dirigirse, desde una década, todas las organizaciones que quieren
presentar nuevos proyectos de cooperación. Son ellas las que orientan la
sociedad civil en cuanto a las prioridades.
Las Juntas de Buen Gobierno representan un paso en
adelante en el ejercicio de la autonomía, que los zapatistas en realidad
nunca dejaron de practicar, confirmando que su verdadera esfera de
acción es social y política más que militar, y se funda en la
organización autónoma de las comunidades.
Al EZLN no hay mucha crítica constructiva que hacer.
Los pocos errores cometidos en sus veinte años de vida pública –como la
desafortunada polémica entre Marcos y el juez Garzón- han sido
corregidos brillantemente. El largo silencio adoptado en más de una
ocasión frente a la verborrea del poder, expresó dignidad –un valor que
los zapatistas han revivido a costa de grandes sacrificios- pero se
reveló contraproducente en el plano político, donde todo espacio dejado
libre es ocupado por otros.
Las actuales posiciones del máximo estratega
zapatista, que ataca de frente en cada ocasión al candidato “de los
pobres” Andrés Manuel López Obrador, por dos veces despojado de la
presidencia con fraude, han producido cierto desconcierto y malestar en
la izquierda, que se siente fracturada por posiciones tan radicales.
“Es la vieja historia de la izquierda que se hace
daño a sí misma, dividiéndose innecesariamente”, afirma la escritora
Elena Poniatowska, que, aunque siendo zapatista “de hueso colorado”,
apoya la candidatura de López Obrador y lo asesora en el campo de la
cultura. “Aunque traten de descalificarlo como populista, Obrador es un
hombre honesto y bien intencionado,” sostiene la escritora, “una
verdadera rareza en la política mexicana”. Actualmente Amlo, como se le
conoce a Andrés Manuel López Obrador, se recupera de un reciente infarto
y está a punto de ver reconocido legalmente su nuevo partido, el Morena
(Movimiento de Regeneración Nacional).
Hay otras críticas –todas constructivas- que hacer al
legendario subcomandante. Su política de alianzas no siempre ha sido
afortunada, llevándolo a relacionarse con “amigos” oportunistas y a
dejar de lado muchos aliados de valor, por no considerarlos
políticamente importantes. Tampoco han levantado grandes aplausos la
falta de reconocimiento a Evo Morales, que representa en todo caso un
gran avance para el movimiento indígena continental, ni los ataques al
oportunista Partido de la Revolución Democrática, nominalmente de
centro-izquierda pero demasiado listo en acordarse con el poder.
Etiquetar al PRD como “un partido de asesinos”, sin distinguir los
líderes de las bases, ha parecido excesivo a muchos.
Sin embargo, las iniciativas sorprendentes, como han
sido recientemente las “escuelitas zapatistas” -un intento de socializar
la experiencia del zapatismo chiapaneco- además de relanzar la imagen
de un líder carismático como el sub Marcos, que también es un muy buen
estratega, una notable pluma y un verdadero puente entre dos mundos,
siempre han hecho retomar cuota a los rebeldes con pasamontañas. Hasta
reservarles un lugar destacado en el movimiento “globalifóbico”, que
después de las manifestaciones de Cancún en 2003 ha empezado a llamarse
altermundista.
A los zapatistas, que uno simpatice o no con ellos,
no se les pueden escatimar varios méritos. Han impuesto al país el
respeto a la emancipación indígena. Han reactivado el derecho a
rebelarse en un país que, a pesar de sus orígenes revolucionarias, lo
había suspendido desde 1968, utilizando la guerra sucia y la matanza de
Estado. Han enviado –y siguen enviando- al mundo un mensaje de dignidad,
fuerza, respeto, creatividad y altruismo. Han reivindicado la presencia
de la ética en la política. Han hecho resonar, por primera vez, las
lenguas indígenas de México en el Congreso federal. Han combatido en
contra de tradiciones retrógradas y promulgado una revolucionaria ley de
mujeres. Han contribuído a la formación del Congreso Nacional Indígena,
máxima instancia representativa de los 56 pueblos autóctonos de México.
Su resistencia ha inspirado a todo el movimiento indoamericano, una
fuerza creciente a nivel continental.
Los zapatistas también han reavivado el interés
mundial hacia la cultura maya, divulgando en un lenguaje antiguo, nuevas
certezas revolucionarias. Han suscitado una ola permanente de
solidaridad internacional como no se veía desde la guerra de España. Han
inspirado análisis, corridos, sitos web, tesis de licenciatura,
reuniones de colectivos y centros sociales, libros, artículos,
transmisiones de radio y documentales, propuestas de leyes, festivales
de apoyo, iniciativas de hermanamiento, proyectos de desarrollo y
manifestaciones de solidaridad en todo el mundo. Han sido los invisibles
compañeros de camino en todas las manifestaciones antagonistas desde
Seattle en adelante. Nos recuerdan que los principios de libertad,
igualdad y fraternidad, inseparables del derecho a la felicidad, aún no
han sido cumplidos por ninguna revolución. Que otro mundo es posible,
necesario, urgente.
*Gianni Proiettis, corresponsal del diario italiano Il Manifesto, fue secuestrado y deportado de México en 2011 por el gobierno de Felipe Calderón.
Nota retomada de La Jornada
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